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En defensa de la lectura ingenua1
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Esas guerras
culturales, que solían generar más calor que luz, por lo menos planteaban un
debate filosófico sobre los valores, sobre lo que se supone que constituye el
bagaje cultural de una persona educada, incluso sobre la razón de ser del
concepto de la universidad. Todo eso ha sido desplazado en la última década por
otro tipo de discurso: aquél que privilegia las historias acerca del gasto
impresionante y cada vez mayor que representa una educación universitaria; la
histeria nacional acerca de cómo hacer para que los hijos de uno accedan a una escuela
de élite (o al menos una que impresione a los vecinos); el impacto cada vez
menor de un título universitario en las perspectivas laborales; el plagio
desenfrenado; el número, cada vez mayor, de profesores sin plazas fijas y con
pocas posibilidades de lograr una, que por lo general repercute en sus
prestaciones, que ya están ejerciendo la docencia con nuestras nuevas
generaciones de estudiantes; también se renuevan con relativa frecuencia los
pronunciamientos sobre el final del libro, la disminución en la duración de los
lapsos de atención, y se menciona el final de la lectura en sí. Pero el debate
sobre lo que en última instancia genera toda esta ansiedad o cuál es el punto
de toda esta discusión, por lo general brilla por su ausencia.
En la actualidad
podría ser posible una perspectiva diferente a la de hace veinte años. Para
empezar, no puede decirse que hubiera un ganador. Las cuestiones subyacentes,
especialmente las filosóficas, no han sido resueltas. El debate, como muchos
otros, como un soldado viejo, simplemente se desvaneció. Mientras que los
debates públicos pueden haber muerto –si bien siguen existiendo este tipo de
debates metodológicos en la sociología, la antropología y la historia–, sigue
siendo la enseñanza de la literatura lo que genera la mayor parte de las
discusiones tanto en el plano académico como en el no académico. Hay también
debates sobre la filosofía, pero la naturaleza misma de la materia parece
permitir que el debate siga abierto.
Poemas y novelas y
otras formas de arte no se produjeron con la finalidad de ser objetos de
estudio, no hay razón para pensar que podrían ser objetos adecuados de «investigación». La
mayoría de los alumnos estudian un poco de literatura en la universidad y
muchos de ellos son conscientes de que al mismo tiempo se les enseña parte de
la teoría. Ellos entienden que la más novedosa forma de estudio literario es un
enfoque amplio de las ciencias sociales llamado «estudios culturales», o
una versión particular que se llama «post-colonialismo» o «nuevo historicismo»,
y que todavía hay un gran número de enfoques teóricos de género con cierta
prominencia, que siguen produciendo trabajos de investigación recientemente.
Pero lo que a menudo pasa inadvertido sobre estos enfoques durante este
continuo (aunque menos público) debate es que, a la larga, esta inestabilidad
es en sí misma poco destacable.
Los polemistas de los
ochenta tendían a olvidar que la enseñanza de la literatura popular es bastante
novedosa en la larga historia de la universidad (lo mismo podría decirse de la
invención relativamente reciente de la historia del arte o la música como una
disciplina de investigación académica). Así que no es de extrañar que, en tan
poco tiempo, todavía no se haya resuelto de común acuerdo una forma de
estudiarla. El hecho de que los antecedentes y las expectativas de la población
estudiantil hayan cambiado tan dramáticamente en los últimos 100 años sólo ha
hecho que el problema se agrave.
En el caso de la
literatura popular hubo desde el principio una cierta tensión entre el punto de
vista del lector y lo que se requiere para llenar los «lineamientos de la beca
profesional». Naturalmente, los primeros modelos de estudio fueron copiados de
las «investigaciones» que se hacían por estudiantes de literatura hasta finales
del siglo XIX sobre textos clásicos grecolatinos. La filología, con su foco
central en el lenguaje, que una vez fue el modelo principal para todas las
ciencias, era el ejemplo privilegiado con que los maestros trataban de formar a
los estudiantes para hacer buenos textos, localizar las fuentes, aprender
acerca de las ediciones en conflicto y decidir tales controversias. Entonces,
como una especie de extensión natural de estas prácticas, llegó la crítica
histórica, la taxonomía del idioma nacional, el trabajo de rastreo de
influencias, todo lo cual contribuye a la preocupación sobre la clasificación
de varias escuelas, movimientos o períodos. Luego vino la crítica biográfica y
las compuertas no tardaron en abrirse: la crítica psicoanalítica, la nueva crítica,
la crítica formal, la semiótica, el estructuralismo, el postestructuralismo,
el análisis del discurso, la crítica de la respuesta del lector o la «estética
de recepción», la teoría de sistemas, la hermenéutica, la deconstrucción, la
crítica feminista, los estudios culturales. Y así sucesivamente.
Claramente, los
poemas y las novelas y las pinturas no se produjeron como futuros objetos de
estudio académico, no hay ninguna razón a priori para pensar que pudieran ser
objetos adecuados de «investigación». En general han sido producidos por y para
el placer y la iluminación de los que han disfrutado de ellos. Pero con la
misma claridad, la enseñanza de la literatura en las universidades –sobre todo
después de que el modelo de investigación del siglo XIX de la Universidad
Humboldt de Berlín fue copiado ampliamente– necesitaba una justificación
coherente con los objetivos de ese entorno académico: ese solo hecho siempre ha
dado forma a la manera en que la literatura popular ha sido enseñada.
El objetivo principal
fue la investigación: la acumulación y la creación y transmisión del
conocimiento; y el modelo principal fue el que se aplica en las ciencias
naturales, de colaboración en la investigación: definir los problemas,
dividirlos en partes manejables, crear sub-disciplinas y sub-sub-disciplinas
para su estudio, formar estudiantes y especializarlos en este tipo de
investigación y compartir todo: procesos y resultado. Siguiendo este modelo, lo
que la literatura y todas las artes necesitaban era algo así como una «ciencia
del significado» general que eventualmente podría encajar en este tipo de
aspiración. Obras de arte y textos podrían ser analizados como ejemplos y así
ayudar a establecer una ciencia; los resultados podrían ser publicados en
revistas académicas, discutidos por otros especialistas hasta que se llegara a
un consenso eventual y así sucesivamente. Y si no fuera posible establecer algo
parecido a una ciencia pura del sentido exclusivamente literario o artístico o
musical, entonces la ayuda académica del psicoanálisis o la antropología o la
lingüística sería bienvenida. Pero ¿proporcionarían las ciencias, con el
tiempo, la teoría real del significado que los investigadores de arte y
literatura necesitan?
Por último, lo que
complica la situación es el hecho de que el estudio de la literatura en la
educación universitaria requiere de algún método de evaluación del proceso de trabajo
del alumno: un instrumento que responda a la pregunta de si ha trabajado bien o
mal. Los proyectos estudiantiles deben ser calificados y ningún miembro de la
facultad quisiera toparse sin armas, por así decirlo, con el aparentemente
inevitable argumento de que la calificación «es sólo su opinión». Aprender a
utilizar una metodología de investigación, que proporcione evidencia de que uno
ha entendido y de que sabe cómo aplicar este método y que puede, es
comprensiblemente una pedagogía atractiva. Nada de esto es en sí mismo
equivocado o prejuiciado, y la ausencia de un consenso sobre el tema en esta
etapa todavía temprana no es sorprendente. Pero hay dos principales peligros,
creados por las inevitables presiones que trae consigo el paradigma
contemporáneo de investigación para el estudio de la literatura y las artes en
una universidad moderna.
En primer lugar, si
bien es importante y muy natural para los especialistas literarios tratar de
llegar a una teoría de lo que hacen (algo que los conservadores en las guerras
de la cultura a menudo se negaban a reconocer), no hay ninguna razón especial
para pensar que todos los aspectos de la enseñanza de las letras o del cine o
del arte, ni toda la literatura significativa para el tema, deben ser ni una
ejemplificación de cómo trabaja la teoría ni una introducción a todo lo que se
necesita saber para convertirse en un profesor de dicha materia, lo cual es así
por dos razones muy importantes: la literatura y las artes tienen una dimensión
única en la academia, no compartida por los objetos estudiados o «investigados»
por el resto de la hermandad científica. Invitan o invocan, en una especie de «primer
nivel», una experiencia estética que es por su naturaleza resistente al
replanteamiento en un lenguaje más formal, teórico o genérico. Esta respuesta
sin duda puede ser enriquecida por el conocimiento del contexto y la historia,
pero los objetos expresan una visión subjetiva de las preocupaciones humanas
que es totalmente falsa si se trata de adaptar a una focalización desde la
tercera persona, lo que constituye todo el sentido de existir de las artes.
Asimismo, y esto es
una tesis mucho más controvertida, tales obras también pueden proporcionar
directamente una especie muy práctica de conocimiento y comprensión de uno
mismo a las que no se puede acceder desde la tercera persona o desde una
formulación más general de ese mismo conocimiento. No hay razón para pensar que
tal conocimiento, ejemplificado en lo que Aristóteles dice sobre el hombre con
un sentido práctico de lo racional (la phrónimos) o en lo que Pascal llama la diferencia entre l'esprit géométrique y l'esprit de finura (el espíritu geométrico y el
espíritu fino), es un conocimiento menor porque no puede ser tan formal o
incluso enseñarse como tal. Si se quiere, puede pensarse que esto es un llamado
para apreciar una lectura ingenua: la lectura, la enseñanza, la escritura, la
apreciación y la discusión no mediadas por una pregunta de investigación
teórica reconocible como tal por la academia moderna. Esto no es todo lo que
los estudios literarios deben ser: ciertamente necesitamos una teoría sobre
cómo el arte puede no significar nada en absoluto, o sobre por qué o en qué sentido la lectura
de una novela, por ejemplo, es diferente de la lectura de una historia clínica
detallada; p tampoco hay razón para descartar el acercamiento «ingenuo» como si
se tratara de una afición por la lectura simplista, ya que la lectura ingenua
puede ser muy difícil, se puede hacer bien o mal, y quienes la practican pueden
mejorar sus habilidades lectoras. Y no tiene por qué ser «formalista» o
puramente crítica textual: conocer lo más posible sobre el mundo social para el
que determinada obra fue escrita, conocer otras obras del autor, conocer a sus
contemporáneos, y así sucesivamente, puede ser muy útil.
En segundo lugar, las
presiones descritas que genera el «modelo de investigación» están empezando a
tener otra influencia que no se ha abordado. Es muy natural (para algunos, en
todo caso) asumir que a la larga no sólo el modelo de las ciencias, sino que
ellas mismas, ofrecerán la verdadera teoría del significado que los
investigadores en dichos campos –los humanistas–, van a necesitar. Ya se ve la «aplicación»
de los «resultados» de las neurociencias y la biología evolutiva a las
preguntas sobre por qué los personajes de las novelas actúan como lo hacen o lo
que podría ser responsable de los estados de ánimo característicos de ciertos
poetas; la gente parece estar inusualmente interesada en qué área del cerebro
se activa cuando alguien lee a Rilke. El gran
problema aquí no es tanto un nuevo tipo de choque de culturas (o la victoria de
una de las dos culturas que menciona C.P. Snow),4 sino que los textos que resultan de dichas formas de «investigación» son
ejemplos espectaculares de la crítica literaria mal entendida, en vez de
ejemplos de alguna forma de enfoque revolucionario.
Si se quiere explicar
por qué el doctor Sloper en la novela de Henry James Washington Square parece tan protector y, al mismo tiempo, tan indiferente respecto al coqueteo
de su hija Catalina con un pretendiente, uno tiene que acudir primero a la
evidencia proporcionada en el texto: descubrir que goza del poder que tiene
sobre ella y quiere mantenerlo, que teme a la soledad que se produciría si ella
se aleja, que sabe que el pretendiente es un cazador de fortunas, que Catherine
se ha convertido en una especie de sustituto de su esposa y la considera como
de su pertenencia en ese sentido, que odia la juventud del pretendiente, odia a
su hija porque la considera mediocre, y sólo es consciente de una pequeña parte
de todo esto, aunque todo sea verdad y juegue algún papel en el texto. Y uno apenas
empezaría a vislumbrar el significado de la fractura que existe entre sus
acciones, sus pensamientos, la percepción de los demás personajes sobre sus
actos. Si conformarse con permanecer absorto en la riqueza de tales
posibilidades interpretativas es «ingenuo», entonces que así sea.
NOTAS
1. El presente artículo apareció
originalmente en: The New York Times Online, 10 de
octubre de 2010, http://opinionator.blogs.nytimes.com/2010/10/10/in-defense-of-naive-reading/.
2. Aunque los textos no han sido traducidos
al español, en su idioma original se siguen editando y no es difícil
conseguirlos. Cada uno de los textos, junto a otros que el autor no menciona,
aportó en su momento al debate académico e intelectual que se llevó a cabo en
los Estados Unidos sobre la importancia de la educación y los paradigmas de la enseñanza superior. El término «guerra
cultural», en la academia del país vecino, tiene varias acepciones, entre las
cuales resaltan dos: la primera de ellas se refiere al carácter impositivo que el
gobierno norteamericano pareciera darle a su forma de vida y concepto de
cultura, pues trata de llevarlo, con resultados cuestionables, al mayor número
de naciones posibles, principalmente aquéllas con quienes ha entablado
conflictos bélicos recientemente. La segunda acepción se refiere al debate que
se ha venido dando a lo largo del siglo XX entre las élites que alcanzan y
privilegian la educación superior y las masas que o no tienen acceso o,
aparentemente, no tienen el interés. A menudo, el debate se politiza, pues el
partido republicano -como sucedió en la década de los 80, durante el gobierno
de Ronald Reagan, y que es concretamente el momento histórico al que el autor
se refiere- acusa al demócrata de olvidarse del pueblo «auténtico», y de buscar
el olvido de los valores tradicionales (N. de la T).
3. En 1996, Alan Sokal,
profesor de Matemáticas del University College de Londres y de Física de la Universidad de Nueva
York, montó y protagonizó una polémica al enviar una serie de textos
pseudocientíficos a la revista Social Text, para su publicación. Con la intención de
demostrar que una revista de humanidades con perspectiva posmoderna sería capaz
de publicar un artículo plagado de errores y sin sentido, siempre y cuando
«sonara bien» y concordara con los prejuicios ideológicos de los editores, y
denunciar esta falta de criterio, presentó a consideración de los editores el
artículo «Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of
Quantum Gravity» («La transgresión de las fronteras:
hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica») que fue
publicado en el número de primavera/verano de 1996 de la revista, y para que
coincidiera con la publicación, envió a la revista Lingua Franca un aviso del engaño fraguado, delatando su propio artículo
como un pastiche de «las citas más estúpidas sobre Física y Matemáticas». N. de
la T.
4. Charles Percy Snow, 1905-1980, fue un científico y novelista inglés, que ocupó diversos
cargos en el gobierno británico. Como novelista tuvo un gran éxito en Europa,
pero fueron su conferencia «Dos culturas», de 1959, y la serie de libros
editados como resultado, lo que le atrajo mayor fama, principalmente en el
ámbito académico anglosajón. En la conferencia y en los textos, Snow se lamenta
del estatus privilegiado que, en la educación impartida por el estado en Gran
Bretaña, han tenido las humanidades, para detrimento de la enseñanza de las
ciencias, y compara los modelos educativos alemán y estadunidense, en los que
se busca un equilibrio en la enseñanza de todas las áreas, lo que, en su
opinión, ha resultado en que los individuos, principalmente aquéllos que llegan
a ocupar puestos prominentes en la toma de decisiones que afecta a la sociedad,
tengan una mayor preparación para enfrentarse a los retos que la modernidad les
presenta, con el avance científico y tecnológico que se dio a partir del fin de
la Segunda Guerra Mundial. Es la fractura entre estas dos culturas, las
ciencias y las humanidades, la que se interpone determinantemente en la búsqueda de soluciones a los problemas del mundo. N. de la T.
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