En defensa de la lectura ingenua1


Robert Pippin
Traducción de Michel Torres



¿Alguien recuerda las llamadas «guerras culturales» (o los años 80, para el caso)? ¿The Closing of the American Mind (1987), de Alan Bloom; Cultural Literacy (1987), de E. D. Hirsch; ProfScam (1988), de Charles J. Sykes; o Tenured Radicals (1990), de Roger Kimball?2 ¿Qué pasó con todo eso? De vez en cuando el tema pareciera volver a cobrar importancia, por supuesto, como sucedió con el affaire entre Alan Sokal y la revista Social Text3 en 1996, y hay ocasionales escándalos sobre textos mal escritos que se encumbran como ganadores de premios, pero la atención en las universidades y el debate respecto a su misión y lugar en la cultura más grande sin duda ha cambiado.

            Esas guerras culturales, que solían generar más calor que luz, por lo menos planteaban un debate filosófico sobre los valores, sobre lo que se supone que constituye el bagaje cultural de una persona educada, incluso sobre la razón de ser del concepto de la universidad. Todo eso ha sido desplazado en la última década por otro tipo de discurso: aquél que privilegia las historias acerca del gasto impresionante y cada vez mayor que representa una educación universitaria; la histeria nacional acerca de cómo hacer para que los hijos de uno accedan a una escuela de élite (o al menos una que impresione a los vecinos); el impacto cada vez menor de un título universitario en las perspectivas laborales; el plagio desenfrenado; el número, cada vez mayor, de profesores sin plazas fijas y con pocas posibilidades de lograr una, que por lo general repercute en sus prestaciones, que ya están ejerciendo la docencia con nuestras nuevas generaciones de estudiantes; también se renuevan con relativa frecuencia los pronunciamientos sobre el final del libro, la disminución en la duración de los lapsos de atención, y se menciona el final de la lectura en sí. Pero el debate sobre lo que en última instancia genera toda esta ansiedad o cuál es el punto de toda esta discusión, por lo general brilla por su ausencia.

            En la actualidad podría ser posible una perspectiva diferente a la de hace veinte años. Para empezar, no puede decirse que hubiera un ganador. Las cuestiones subyacentes, especialmente las filosóficas, no han sido resueltas. El debate, como muchos otros, como un soldado viejo, simplemente se desvaneció. Mientras que los debates públicos pueden haber muerto –si bien siguen existiendo este tipo de debates metodológicos en la sociología, la antropología y la historia–, sigue siendo la enseñanza de la literatura lo que genera la mayor parte de las discusiones tanto en el plano académico como en el no académico. Hay también debates sobre la filosofía, pero la naturaleza misma de la materia parece permitir que el debate siga abierto.

            Poemas y novelas y otras formas de arte no se produjeron con la finalidad de ser objetos de estudio, no hay razón para pensar que podrían ser objetos adecuados de «investigación». La mayoría de los alumnos estudian un poco de literatura en la universidad y muchos de ellos son conscientes de que al mismo tiempo se les enseña parte de la teoría. Ellos entienden que la más novedosa forma de estudio literario es un enfoque amplio de las ciencias sociales llamado «estudios culturales», o una versión particular que se llama «post-colonialismo» o «nuevo historicismo», y que todavía hay un gran número de enfoques teóricos de género con cierta prominencia, que siguen produciendo trabajos de investigación recientemente. Pero lo que a menudo pasa inadvertido sobre estos enfoques durante este continuo (aunque menos público) debate es que, a la larga, esta inestabilidad es en sí misma poco destacable.

            Los polemistas de los ochenta tendían a olvidar que la enseñanza de la literatura popular es bastante novedosa en la larga historia de la universidad (lo mismo podría decirse de la invención relativamente reciente de la historia del arte o la música como una disciplina de investigación académica). Así que no es de extrañar que, en tan poco tiempo, todavía no se haya resuelto de común acuerdo una forma de estudiarla. El hecho de que los antecedentes y las expectativas de la población estudiantil hayan cambiado tan dramáticamente en los últimos 100 años sólo ha hecho que el problema se agrave.

            En el caso de la literatura popular hubo desde el principio una cierta tensión entre el punto de vista del lector y lo que se requiere para llenar los «lineamientos de la beca profesional». Naturalmente, los primeros modelos de estudio fueron copiados de las «investigaciones» que se hacían por estudiantes de literatura hasta finales del siglo XIX sobre textos clásicos grecolatinos. La filología, con su foco central en el lenguaje, que una vez fue el modelo principal para todas las ciencias, era el ejemplo privilegiado con que los maestros trataban de formar a los estudiantes para hacer buenos textos, localizar las fuentes, aprender acerca de las ediciones en conflicto y decidir tales controversias. Entonces, como una especie de extensión natural de estas prácticas, llegó la crítica histórica, la taxonomía del idioma nacional, el trabajo de rastreo de influencias, todo lo cual contribuye a la preocupación sobre la clasificación de varias escuelas, movimientos o períodos. Luego vino la crítica biográfica y las compuertas no tardaron en abrirse: la crítica psicoanalítica, la nueva crítica, la crítica formal, la semiótica, el estructuralismo, el postestructuralismo, el análisis del discurso, la crítica de la respuesta del lector o la «estética de recepción», la teoría de sistemas, la hermenéutica, la deconstrucción, la crítica feminista, los estudios culturales. Y así sucesivamente.

            Claramente, los poemas y las novelas y las pinturas no se produjeron como futuros objetos de estudio académico, no hay ninguna razón a priori para pensar que pudieran ser objetos adecuados de «investigación». En general han sido producidos por y para el placer y la iluminación de los que han disfrutado de ellos. Pero con la misma claridad, la enseñanza de la literatura en las universidades –sobre todo después de que el modelo de investigación del siglo XIX de la Universidad Humboldt de Berlín fue copiado ampliamente– necesitaba una justificación coherente con los objetivos de ese entorno académico: ese solo hecho siempre ha dado forma a la manera en que la literatura popular ha sido enseñada.

            El objetivo principal fue la investigación: la acumulación y la creación y transmisión del conocimiento; y el modelo principal fue el que se aplica en las ciencias naturales, de colaboración en la investigación: definir los problemas, dividirlos en partes manejables, crear sub-disciplinas y sub-sub-disciplinas para su estudio, formar estudiantes y especializarlos en este tipo de investigación y compartir todo: procesos y resultado. Siguiendo este modelo, lo que la literatura y todas las artes necesitaban era algo así como una «ciencia del significado» general que eventualmente podría encajar en este tipo de aspiración. Obras de arte y textos podrían ser analizados como ejemplos y así ayudar a establecer una ciencia; los resultados podrían ser publicados en revistas académicas, discutidos por otros especialistas hasta que se llegara a un consenso eventual y así sucesivamente. Y si no fuera posible establecer algo parecido a una ciencia pura del sentido exclusivamente literario o artístico o musical, entonces la ayuda académica del psicoanálisis o la antropología o la lingüística sería bienvenida. Pero ¿proporcionarían las ciencias, con el tiempo, la teoría real del significado que los investigadores de arte y literatura necesitan?

            Por último, lo que complica la situación es el hecho de que el estudio de la literatura en la educación universitaria requiere de algún método de evaluación del proceso de trabajo del alumno: un instrumento que responda a la pregunta de si ha trabajado bien o mal. Los proyectos estudiantiles deben ser calificados y ningún miembro de la facultad quisiera toparse sin armas, por así decirlo, con el aparentemente inevitable argumento de que la calificación «es sólo su opinión». Aprender a utilizar una metodología de investigación, que proporcione evidencia de que uno ha entendido y de que sabe cómo aplicar este método y que puede, es comprensiblemente una pedagogía atractiva. Nada de esto es en sí mismo equivocado o prejuiciado, y la ausencia de un consenso sobre el tema en esta etapa todavía temprana no es sorprendente. Pero hay dos principales peligros, creados por las inevitables presiones que trae consigo el paradigma contemporáneo de investigación para el estudio de la literatura y las artes en una universidad moderna.

            En primer lugar, si bien es importante y muy natural para los especialistas literarios tratar de llegar a una teoría de lo que hacen (algo que los conservadores en las guerras de la cultura a menudo se negaban a reconocer), no hay ninguna razón especial para pensar que todos los aspectos de la enseñanza de las letras o del cine o del arte, ni toda la literatura significativa para el tema, deben ser ni una ejemplificación de cómo trabaja la teoría ni una introducción a todo lo que se necesita saber para convertirse en un profesor de dicha materia, lo cual es así por dos razones muy importantes: la literatura y las artes tienen una dimensión única en la academia, no compartida por los objetos estudiados o «investigados» por el resto de la hermandad científica. Invitan o invocan, en una especie de «primer nivel», una experiencia estética que es por su naturaleza resistente al replanteamiento en un lenguaje más formal, teórico o genérico. Esta respuesta sin duda puede ser enriquecida por el conocimiento del contexto y la historia, pero los objetos expresan una visión subjetiva de las preocupaciones humanas que es totalmente falsa si se trata de adaptar a una focalización desde la tercera persona, lo que constituye todo el sentido de existir de las artes.

            Asimismo, y esto es una tesis mucho más controvertida, tales obras también pueden proporcionar directamente una especie muy práctica de conocimiento y comprensión de uno mismo a las que no se puede acceder desde la tercera persona o desde una formulación más general de ese mismo conocimiento. No hay razón para pensar que tal conocimiento, ejemplificado en lo que Aristóteles dice sobre el hombre con un sentido práctico de lo racional (la phrónimos) o en lo que Pascal llama la diferencia entre l'esprit géométrique y l'esprit de finura (el espíritu geométrico y el espíritu fino), es un conocimiento menor porque no puede ser tan formal o incluso enseñarse como tal. Si se quiere, puede pensarse que esto es un llamado para apreciar una lectura ingenua: la lectura, la enseñanza, la escritura, la apreciación y la discusión no mediadas por una pregunta de investigación teórica reconocible como tal por la academia moderna. Esto no es todo lo que los estudios literarios deben ser: ciertamente necesitamos una teoría sobre cómo el arte puede no significar nada en absoluto,  o sobre por qué o en qué sentido la lectura de una novela, por ejemplo, es diferente de la lectura de una historia clínica detallada; p tampoco hay razón para descartar el acercamiento «ingenuo» como si se tratara de una afición por la lectura simplista, ya que la lectura ingenua puede ser muy difícil, se puede hacer bien o mal, y quienes la practican pueden mejorar sus habilidades lectoras. Y no tiene por qué ser «formalista» o puramente crítica textual: conocer lo más posible sobre el mundo social para el que determinada obra fue escrita, conocer otras obras del autor, conocer a sus contemporáneos, y así sucesivamente, puede ser muy útil.

            En segundo lugar, las presiones descritas que genera el «modelo de investigación» están empezando a tener otra influencia que no se ha abordado. Es muy natural (para algunos, en todo caso) asumir que a la larga no sólo el modelo de las ciencias, sino que ellas mismas, ofrecerán la verdadera teoría del significado que los investigadores en dichos campos –los humanistas–, van a necesitar. Ya se ve la «aplicación» de los «resultados» de las neurociencias y la biología evolutiva a las preguntas sobre por qué los personajes de las novelas actúan como lo hacen o lo que podría ser responsable de los estados de ánimo característicos de ciertos poetas; la gente parece estar inusualmente interesada en qué área del cerebro se activa cuando alguien lee a Rilke. El gran problema aquí no es tanto un nuevo tipo de choque de culturas (o la victoria de una de las dos culturas que menciona C.P. Snow),4 sino que los textos que resultan de dichas formas de «investigación» son ejemplos espectaculares de la crítica literaria mal entendida, en vez de ejemplos de alguna forma de enfoque revolucionario.

            Si se quiere explicar por qué el doctor Sloper en la novela de Henry James Washington Square parece tan protector y, al mismo tiempo, tan indiferente respecto al coqueteo de su hija Catalina con un pretendiente, uno tiene que acudir primero a la evidencia proporcionada en el texto: descubrir que goza del poder que tiene sobre ella y quiere mantenerlo, que teme a la soledad que se produciría si ella se aleja, que sabe que el pretendiente es un cazador de fortunas, que Catherine se ha convertido en una especie de sustituto de su esposa y la considera como de su pertenencia en ese sentido, que odia la juventud del pretendiente, odia a su hija porque la considera mediocre, y sólo es consciente de una pequeña parte de todo esto, aunque todo sea verdad y juegue algún papel en el texto. Y uno apenas empezaría a vislumbrar el significado de la fractura que existe entre sus acciones, sus pensamientos, la percepción de los demás personajes sobre sus actos. Si conformarse con permanecer absorto en la riqueza de tales posibilidades interpretativas es «ingenuo», entonces que así sea.

 

 

NOTAS

 

1. El presente artículo apareció originalmente en: The New York Times Online, 10 de octubre de 2010, http://opinionator.blogs.nytimes.com/2010/10/10/in-defense-of-naive-reading/.

2. Aunque los textos no han sido traducidos al español, en su idioma original se siguen editando y no es difícil conseguirlos. Cada uno de los textos, junto a otros que el autor no menciona, aportó en su momento al debate académico e intelectual que se llevó a cabo en los Estados Unidos sobre la importancia de la educación y los paradigmas  de la enseñanza superior. El término «guerra cultural», en la academia del país vecino, tiene varias acepciones, entre las cuales resaltan dos: la primera de ellas se refiere al carácter impositivo que el gobierno norteamericano pareciera darle a su forma de vida y concepto de cultura, pues trata de llevarlo, con resultados cuestionables, al mayor número de naciones posibles, principalmente aquéllas con quienes ha entablado conflictos bélicos recientemente. La segunda acepción se refiere al debate que se ha venido dando a lo largo del siglo XX entre las élites que alcanzan y privilegian la educación superior y las masas que o no tienen acceso o, aparentemente, no tienen el interés. A menudo, el debate se politiza, pues el partido republicano -como sucedió en la década de los 80, durante el gobierno de Ronald Reagan, y que es concretamente el momento histórico al que el autor se refiere- acusa al demócrata de olvidarse del pueblo «auténtico», y de buscar el olvido de los valores tradicionales (N. de la T).

3. En 1996, Alan Sokal, profesor de Matemáticas del University College de Londres y de Física de la Universidad de Nueva York, montó y protagonizó una polémica al enviar una serie de textos pseudocientíficos a la revista Social Text, para su publicación. Con la intención de demostrar que una revista de humanidades con perspectiva posmoderna sería capaz de publicar un artículo plagado de errores y sin sentido, siempre y cuando «sonara bien» y concordara con los prejuicios ideológicos de los editores, y denunciar esta falta de criterio, presentó a consideración de los editores el artículo «Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity» («La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica») que fue publicado en el número de primavera/verano de 1996 de la revista, y para que coincidiera con la publicación, envió a la revista Lingua Franca un aviso del engaño fraguado, delatando su propio artículo como un pastiche de «las citas más estúpidas sobre Física y Matemáticas». N. de la T.

4. Charles Percy Snow, 1905-1980, fue un científico y novelista inglés, que ocupó diversos cargos en el gobierno británico. Como novelista tuvo un gran éxito en Europa, pero fueron su conferencia «Dos culturas», de 1959, y la serie de libros editados como resultado, lo que le atrajo mayor fama, principalmente en el ámbito académico anglosajón. En la conferencia y en los textos, Snow se lamenta del estatus privilegiado que, en la educación impartida por el estado en Gran Bretaña, han tenido las humanidades, para detrimento de la enseñanza de las ciencias, y compara los modelos educativos alemán y estadunidense, en los que se busca un equilibrio en la enseñanza de todas las áreas, lo que, en su opinión, ha resultado en que los individuos, principalmente aquéllos que llegan a ocupar puestos prominentes en la toma de decisiones que afecta a la sociedad, tengan una mayor preparación para enfrentarse a los retos que la modernidad les presenta, con el avance científico y tecnológico que se dio a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial. Es la fractura entre estas dos culturas, las ciencias y las humanidades, la que se interpone determinantemente en la búsqueda de soluciones a los problemas del mundo. N. de la T.